"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

jueves, 27 de noviembre de 2014

Chapada Diamantina - naturaleza total

Volví a Salvador de Bahía junto a Wilson & Carina y me despedí de ellos por la noche, tras pasar la tarde en el Pelourinho (probé el acarajé, comida típica que preparan las baianas a base de pan, salsas, verduras y camarones). Mi pareja brasilera favorita se quedaría en la ciudad unos días más y luego viajaría hacia las playas del norte antes de regresar en avión a San Pablo, mientras que yo rumbearía para la Chapada Diamantina con el objetivo de brindarle a mis piernas unas buenas dosis de caminatas y aventuras.

Tomé un micro a última hora y llegué a Palmeiras a las 7 de la mañana. En la "terminal" había una camioneta Van que por R$10 te llevaba al Vale do Capao (el pueblo hippie del que todos hablaban, "el San Marcos Sierras de Brasil") pero, haciendo caso a la recomendación de un chileno que había conocido en Itaparica, opté por ir a dedo. El chofer de la Van me dijo que eso era moito difícil y se fue con tres cordobesas que habían llegado en el mismo micro que yo.

Caminé por el pueblo de Palmeiras que todavía dormitaba, sintiéndome a gusto con el aire de montaña, las casitas de colores y las calles empedrabas que subían y bajaban según los caprichos de Gea. Llegué hasta un cartel que indicaba la distancia de 20kms al Vale do Capao, caminé un poco más y le hice dedo al primer coche que pasó. Frenó. Era un flete.


El conductor y su acompañante se apretaron en la cabina para cederme lugar y, después de conversar un rato, me quedé dormido. A pesar de la corta distancia que debíamos recorrer,
el viaje fue algo largo debido a que la ruta era de tierra y presentaba muchas curvas, ascensos y descensos.

En Vale do Capao me encontré con las cordobesas del micro. "¡Llegaste!" me dijeron, y nos pusimos a charlar. Se llamaban Caro, Mica y Meli. Eran de Alta Gracia y venían viajando desde Río de Janeiro, siempre usando Couchsurfing. Entre mates y galletitas les conté que mi idea era hacer un trekking de tres días por el Vale do Pati (una de las zonas más lindas de la Chapada) y en seguida decidieron sumarse. En eso, un loco de rastas que estaba sentado en su bici a nuestro lado nos ofreció hospedarnos en su casa a cambio de R$5 cada uno. Los campings costaban el doble. Fuimos para inspeccionarla (quedaba a pocas cuadras del centro) y, cuando vimos los árboles de mango y de mandarina habitando el patio, decidimos quedarnos.


Nito, nuestro anfitrión, era un ciclista multi-campeón. Al entrar en su hogar lo primero que se veía eran sus innumerables trofeos y medallas que indicaban, casi siempre, el 1er lugar en alguna competencia baiana. Su estilo musical predilecto era el reggae, tanto en inglés como en portugués, y cocinaba muy bien. Durante nuestra estadía allí, preparó beijús y açaí. Además, en vez de dejarnos acampar en el patio, como habíamos arreglado originalmente, nos ofreció dormir en una habitación que tenía libre.

Por la tarde realizamos nuestra primera expedición en la Chapada. Caminando unas dos horas desde el pueblo por un sendero de montaña, arribamos a una impresionante quebrada. En ella se encuentra la Cachoeira da Fumacinha (en castellano, "Cascada del Humo"), que es la 3era caída de agua de más altura en el mundo. Tiene una altura de unos 380m y recibe ese nombre debido a que el agua, antes de llegar al fondo de la quebrada, es dispersada por el viento y, más que agua cayendo, pareciera ser humo brotando de las entrañas del planeta. De a ratos, cuando la luz del sol y las gotas de la cascada se ponen de acuerdo, aparece una miríada de arcoiris que magnifican la belleza del paisaje.


Contemplar la Fumacinha desde arriba produce un vértigo indescriptible. El mirador se encuentra bastante más alto que el comienzo de la caída de agua por lo que, desde esa posición hasta el suelo, calculé que deberían haber unos 500 metros. Con Caro hicimos una prueba para tomar conciencia de la magnitud de semejante distancia: juntamos piedras, ramas y hasta ¡mangos! que teníamos como provisiones y los arrojamos. Los objetos, del tamaño de una mano humana, se iban haciendo cada vez más chiquitos, diluyéndose en el paisaje y convirtiéndose en puntitos indivisibles que se perdían entre las rocas. Fue la sensación de ABISMO más intensa que sentí en mi vida; la inmensidad de las alturas en todo su esplendor.



En el camino de vuelta al pueblo nos extraviamos. En realidad, íbamos por el camino correcto, pero vimos unas pircas que no habíamos registrado en la ida y nos supusimos perdidos. Estaba aterdeciendo y la posibilidad de que la noche nos cubriera con su manto en plena montaña no era alentadora. Afortunadamente, aparecieron dos viajeros que conocían el sendero y recuperamos la tranquilidad de saber que nuestros pasos iban bien encaminados. Pero el extravío, el estado deplorable de mi calzado y la incertidumbre acerca de cuántos días llevaría la caminata (calculaba 3 o 4, pero podía extenderse debido a imponderables), me llevaron a desistir de conocer el Vale do Patí ("el tercer trekking más buscado del mundo, después del Camino de Santiago y del Camino del Inca", según me habían comentado). En ese momento decidí quedarme en Vale do Capao y conocer lugares cercanos (también increíbles), para no arriesgarme a perder el vuelo de regreso a Buenos Aires que tenía el día 16 de febrero. El Vale do Patí era un motivo más que estimulante para volver, con más tiempo, a la Chapada Diamantina.

En el 2do día caminamos hasta el Riachinho, una cascada con piscinas naturales aptas para nadar. El agua era de color ámbar, similar a la miel, debido a la gran cantidad de hierro de su composición. A pesar de eso, los lugareños la tomaban sin formular objeciones.


La cascada roja descendía hasta perderse en una quebrada de montañas en el horizonte por la que el sol descendió, dibujando un atardecer impresionante... Pero, además de las emociones que evocó en mi espíritu aquel atardecer, me llevé de Riachinho un golpe terrible en la cabeza... Estaba expedicionando cascada abajo cuando pisé una piedra mojada y patiné, golpeandome muy fuerte a la altura de la sien izquierda contra el suelo de roca. Mi cráneo rebotó con un ruido seco. Durante la milésima de segundo que duró la caída llegué a pensar "me mato". Cuando me encontré tendido boca abajo, con una especie de zumbido en la cabeza y bastante dolorido, mi primer pensamiento fue "estoy vivo", lo cual a partir de ahí era toda una novedad inesperada para mí. Durante varias semanas, la puntada en la sien me acompañó.

Allí entablamos conversación con una chilena que vivía desde hacía unos años en la Chapada. Conocía muchos lugares; entre sus actividades varias, practicaba la de guía freelance de circuitos de trekking. Nos contó sobre el ascenso al Morrao, caminata que demandaba dos días. El primer día se caminaba desde Vale do Capao hasta Aguas Claras, lugar donde se acampaba para ascender al Morrao y retornar al pueblo al día siguiente, según nos explicó. Nos dibujó un mapa del recorrido, le agradecimos y nos despedimos.

Al día siguiente comenzamos la travesía. Si bien el mapa que nos había dibujado la chilena parecía ser bastante claro -especificaba cruces de ríos, elevaciones y descensos del camino- durante la caminata se nos presentaron algunas dudas. El Morrao estaba en el horizonte esperándonos, pero a nuestro paso se abrían múltiples senderos y ¿cuál era el correcto? Finalmente lo encontramos gracias a las indicaciones de unos ciclistas que se dirigían a Aguas Claras. "Sigan las huellas de las bicicletas" nos recomendaron antes de proseguir su viaje.


Cuando llegamos a Aguas Claras eran las 4 de la tarde. El lugar consistía en un conjunto de cascadas y piscinas naturales que las rocas y el río habían moldeado caprichosamente. No había demasiada gente: dos o tres parejas de hippies que tomaban sol al desnudo... ¡y Nito! Había llegado desde Vale do Capao en 45 minutos, haciendo gala de su condición de ciclista profesional, mientras que nosotros a pie habíamos tardado más de 4 horas (extravío incluido).

Armé la carpa y, mientras los demás bajaron a disfrutar de las cascadas, me quedé escribiendo y durmiendo bajo un árbol. Más tarde descendí y con el sol escondiéndose nadé un buen rato en el agua fría y ámbar. El contraste sonoro entre el silencio sub-acuático y la música de agua cayendo que me invadía cada vez que sacaba la cabeza para respirar me hacía sentir increíblemente bien.


La cena consistió en un arroz que dejó bastante que desear. La luna llena iluminaba el valle y el Morrao era una presencia inquietante; en él depositaba fantasías de historias épicas, de ascensos heróicos y travesías míticas. Me negaba a creer que las montañas eran sólo un acumulamiento de rocas...

Por la mañana, siguiendo las instrucciones de la guía chilena, desarmamos las carpas y caminamos con las mochilas hasta el cruce donde se encontraban el camino para volver a Capao y el que se dirigía al Morrao. Allí escondimos las cosas bajo unas ramas para estar livianos de peso. Yo decidí llevar el violín al ascenso para hacer música desde las alturas.

Conforme nos acercábamos, los cuatro percibimos que el Morrao, visto desde nuestro ángulo, se asemejaba a la gigantesca cara de un sapo inconcebible. Los dos ojos medio bizcos parecían observar con atención nuestros pequeños pasos. Con la ilusión de un niño, caminaba esperando que en un pestañear el Sapo-Morrao abriera su boca rocosa para dirigirse a nosotros, para develarnos los misterios que encerraban sus cumbres.


En algún momento perdimos el camino marcado sin percatarnos, por lo que debimos inventar otro. La escalada libre siempre fue una de mis debilidades, una de esas actividades en las que mi cerebro se separa del resto del mundo para pertenecerle en un 100% a la montaña, al cielo y mis pasos.

En un tramo en que la subida se tornó bastante complicada, las cordobesas decidieron interrumpir su ascenso por temor a estar yendo hacia cualquier lugar. Por mi parte, continué la subida reportándoles las novedades del terreno a los gritos. El eco era un aliado de nuestra comunicación a la distancia pero, conforme continuaba subiendo, se tornaba cada vez más difícil decodificar las palabras que viajaban transportadas por el viento. Cuando llegué a una meseta ubicada justo en el medio de las dos cumbres del Morrao (los dos ojos del sapo), desenfundé el violín y comencé a tocar, con las infinitas montañas de la Chapada extendiéndose como un manto hacia todos los puntos cardinales. Después de un tiempo que no sabría precisar (entre la música y la montaña mi cerebro había quedado aislado), me sorprendí al ver a Meli, Mica y Caro alcanzándome. "Escuchamos el violín y supimos que habías llegado", me contaron. "Habías dicho que ibas a tocar en la cima, y subimos siguiendo el sonido".


La vista desde esa meseta era bellísima, pero aún faltaban conquistar por lo menos una de las dos cumbres. Fui el único de los cuatro que quiso hacerlo y, debido a que las chicas pretendían emprender el descenso de regreso en breve, tuve que conformarme con sólo una de las dos. El método de selección que utilicé fue simple: elegí el camino que a simple vista auguraba una dosis mayor de aventura. Subí corriendo para ganar tiempo brincando entre las piedras y en 15 minutos me encontraba en la cima. La vista era aún más espectacular que desde la meseta, ya que la altura mayor permitía divisar con claridad el paisaje escondido detrás de una cadena montañosa en el horizonte norte. El silencio de la altura, sólo entrecortado por el viento que conversaba con las rocas, era de esos silencios en los que uno puede mirarse hacia adentro y encontrarse sin enmascaramientos, sin ocultamientos, un silencio donde el velo del Ser se hace a un lado avergonzado. La imagen de la Chapada era una postal irrepetible: estar ahí, en el presente y nada más, era la única manera de exprimirle el jugo al máximo a la naturaleza indómita y hermosa del planeta.


Bajamos del Morrao hacia el mediodía. En el escondite de las mochilas todo se encontraba tal y como lo habíamos dejado. Sin detenernos seguimos caminando rumbo al Vale do Capao. Cada tanto me volteaba para ver una vez más al Morrao, que se quedaba anclado en el horizonte, impasible ante nuestra partida.


En el último río previo a la ruta de vehículos hacia el pueblo me separé de las cordobesas. Mientras ellas optaron por continuar la caminata, yo preferí almorzar y reponer energías junto al agua color ámbar que viajaba escurriéndose por entre las piedras. A la noche preparamos los bolsos y nos despedimos de Nito, que nos dijo que tenía la idea de ir a Argentina en bicicleta.

Vale do Capao nos despidió a pura capoeira: en la plaza principal había una clase para niños (no era un número para turistas) y éramos varios los viajeros que nos apiñábamos para contemplar esa genuina manifestación cultural. Lo que distingue a la capoeira de cualquier otra danza o arte marcial es, en gran medida, la música en vivo. Es inimaginable una sesión de capoeira donde el ritmo provenga de un aparato electrónico; el mismo es (y debe ser) producido por personas de carne y hueso que percuten berimbaus y pandeiros de manera hipnótica, mántrica, transpirando a la par de los demás. La capoeira es física y espiritual, es una comunión de música y danza originaria de las raíces, de las venas mismas de un Brasil que siempre mira hacia el horizonte, con el ritmo constante e irrebatible de su ascendencia afro-amerindia.

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