"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

domingo, 2 de noviembre de 2014

Itaparica - la poesía del viento

Una de las cosas que siempre recuerda mi padre de su viaje a Brasil de 1989 es el record que alcanzó en la isla de Itaparica. El mismo consistió en pasar 45 días consecutivos descalzo, sin interludiar la desnudez de sus pies con ningún tipo de calzado. Claramente, sentía que debía conocer el lugar donde se había gestado tamaña leyenda.

Salí junto a Wilson & Carina del Pelourinho. Bajamos por el Elevador Lacerda y caminamos hasta el Mercado Modelo. Desde allí unas lanchas nos cruzaron a Itaparica por R$5,20. El viaje fue de una media hora, afortunadamente sin turbulencias (las sufro en demasía).


Cuando llegamos a la isla nos encontramos con una urbanización mayor a la que me imaginaba. Colectivos, supermercados, mucha gente, música a todo volumen en la calle... La imagen que me había formado de una isla casi despoblada y paradisíaca (al estilo de la Isla del Sol) se diluyó al instante. En el lugar donde nos econtrábamos ni siquiera había campings; sólo posadas.

Nos tomamos un colectivo hasta la playa de Berlinque, a 24 kms de distancia, para encontrar un sitio donde estaquear nuestras carpas. El cambio fue favorable también desde lo paisajístico: ahora veíamos a la ciudad Salvador más lejana, como una hilera de colmillos apuntando hacia el cielo en el horizonte.




En el camping no había casi nadie y estaba lleno de coqueros (para mí palmeras, aunque dicen que no es lo mismo) altísimos, proveedores de sombra. Donde terminaba el cercado del camping empezaba la mismísima playa, que era la primera visión que tenía al amanecer y abrir el cierre de mi carpa.


El mar, con algunas olas pero tranquilo, se dejaba ser nadado. Hice varias expediciones hacia "la parte profunda" (en realidad, donde dejaba de hacer pie y un poco más) con la esperanza de ver algún pez con las antiparras, pero el agua revuelta impedía esa posibilidad.


La última noche en Itaparica, que era a su vez la noche de mi despedida de Wilson & Carina, les propuse un juego. Por turnos, cada uno debía elegir una obra musical o poética e interpretarla, explicarla y/o desarrollarla. (Este intercambio cultural permanente es una de las cosas que más disfruto y valoro desde el comienzo de mi amistad con la pareja paulista). Yo canté unos temas de Charly García y Spinetta. Luego Wilson tocó unas músicas de Milton Nascimento y en el clímax de la velada acompañó, cual laudista árabe, la interpretación de unos poemas de la Caravana de Carina.

Cerré los ojos y me transporté al desierto. Vi luces y un grupo de nómades cruzando el infinito con el viento golpeándole el rostro y arremolinando arena por los aires, el sol incendiando el Sahara de camélidos pasos ancestrales... mientras el viento del Atlántico golpeaba la carpa incesantemente, y su sonido se mezclaba con la guitarra de Wilson y la voz pausada de Carina. El sonido del viento y la voz y la música fueron uno, y Sudamérica y África se volvieron a juntar como en la Pangea, y nosotros fuimos médiums de ese viaje en el tiempoespacio que el universo caprichoso tejió, como un manto, sobre nosotros.

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