"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

viernes, 19 de diciembre de 2014

Arembepe - saudade lisérgica

En la terminal de Salvador me despedí del tridente cordobés y me tomé un colectivo de línea para recorrer los 30 kilómetros que separan la capital bahiana de Arembepe, lugar que elegí para pasar mis últimas horas en Brasil.

Todo lo que sabía de Arembepe era que se trataba de un pequeño pueblo pesquero que había sido visitado durante los '60 por Mick Jagger y Janis Joplin, lo que había generado una especie de mito. De hecho, durante mi estadía en el lugar escuché decir que Bob Marley (que jamás viajó a Brasil) también había conocido Arembepe, al igual que John Lennon. Y la lista seguía...


De aquel pequeño pueblo de pescadores que había conquistado los corazones hippies décadas atrás sólo quedaba el recuerdo.
Arembepe se materializó frente a mí con sus innumerables calles asfaltadas y sus miles de habitantes yendo de acá para allá.

Desayuné unas obleas y una lata de guaraná, compré galletitas de agua como provisiones y caminé alejándome del centro en busca de un lugar donde establecer mi carpa. Un cartel turístico que rezaba "ALDEA HIPPIE" junto a una flecha orientativa contribuyó a crear en mí la sensación de estar en un pueblo que vendía hippismo-for-export.

Janis Joplin en Bahía


La arena era una sábana que se deslizaba hasta el mar, cuya cadencia interminable ejercía en mí una fuerte atracción. Además, Wilson (mi mochila) presentaba varios problemas y la caminata con el equipaje bajo el sol bahiano se tornaba incómoda, por lo que acepté el llamado del primer cartel de "CAMPING" que se me cruzó. En el camino hacia la "aldea hippie", el asfalto había cedido lugar a una ruta de tierra rojiza. A la derecha del sendero, frente a un pantanal, estaba la morada de Tony. En la puerta exhibía sus artesanías. Le pregunté cuánto costaba acampar allí temiendo lo peor (me quedaban sólo 20 reales), me respondió que 10 reales por persona. Acepté, crucé la pequeña duna de arena que separaba su vivienda de la "zona de acampe" y me instalé bajo unos coqueros.

Durante el día repartí mi humanidad entre las olas del mar (mayores que las de Itaparica mas no tan violentas como las de Trindade) y la sombra de las palmeras, con la mirada perdida en el horizonte y con la cabeza yéndose a volar con cada avión que atravesaba el cielo con destino incierto - el aeropuerto se encontraba cerca. Cada hora me arrastraba hacia el irremediable final del viaje, hacia la cotidaneidad de Buenos Aires.


Hacia el atardecer caminé hasta la aldea hippie para saber de qué se trataba. Al llegar, me encontré con un borracho con lentes de sol y con una cerveza en la mano. Me tomó del brazo y me dijo "si estabas buscando un viaje al espacio exterior, viniste al lugar indicado. ¡Bienvenido a la nave alienígena!" y me hizo entrar en un rancho. Dentro, varios hippies reposaban en hamacas paraguayas mientras sonaba una potente música electrónica que parecía inconexa con la energía Peace & Love del lugar.

Por la noche me tumbé en la arena y quedé hipnotizado contemplando las estrellas y la hermosa luna llena que bañaba el Atlántico con el reflejo de la luz del sol que ella nos brindaba. Pensé que si bien mi viaje por Brasil estaba culminando, el viaje de la Tierra en el cosmos, la travesía astral de esta pequeña formación geológica rodeada de asteroides y constelaciones, comenzaba y recomenzaba cada vez, en un círculo eterno que desconoce el tiempo.

Cuando desperté de mi obnubilación cósmica volví a pasar por la nave alienígena. Un hombre de unos 50 años me convidó una banana y se puso a tocar una guitarra criolla a la que le faltaba una cuerda. El individuo sólo tocaba la cuerda más grave del instrumento ("es que me falta una cuerda", se excusaba, desatendiendo la existencia de las otras cuatro que estaban al alcance de su mano), e intentaba interpretar un tema de Simon & Garfunkel. Siempre que llegaba el estribillo ("and here's to you, Mrs. Robinson...") dejaba de tocar y se ponía a explicar la historia de la banda, o hacía referencia a las notas que ejecutaba con su contrabaixo ("contrabajo", de esa manera llamaba a su guitarra). Luego comunicó que Yoko Ono y John Lennon habían visitado Arembepe (dato inverosímil) y continuó su concierto de canciones inconclusas. Al verme con el violín me obligaron a tocar, tarea sumo difícil debido a la imposibilidad de llegar a un común acuerdo con el hombre en algo tan elemental como la afinación. De todos modos, a duras penas toqué unos temas (había un semitono de diferencia entre la afinación del violín y la de la guitarra) para no parecer grosero -al fin y al cabo, me habían convidado una banana- y volví caminando a lo de Tony.


Algo decepcionado con esa imagen de un hippismo decadente, pasé a corroborar que todo estuviera OK en mi carpa y caminé hasta el centro del pueblo para buscar algo de comer. Quería reservar los 10 reales que me quedaban para la jornada de aeropuertos que me aguardaba al día siguiente, por lo que busqué un lugar donde tocar el violín. Las dos playas principales, muy próximas entre sí, se encontraban colmadas de gente y todos los locales estaban abiertos - muchos con música en vivo. Decidí tocar junto a una gran fila de personas que se renovaba continuamente para comprar beijús (algo así como panqueques de mandioca). Empecé a violinear y al rato una nena se me acercó y me ofreció un beijú de queso y un vaso de guaraná. A unos metros, conservando su lugar en la fila, el padre que me había enviado el obsequio me saludó amigablemente. Me detuve a comer y ver la gente pasar, luego toqué un rato más y me puse a hacer la fila. Con el dinero que había hecho de gorra me compré un beijú a los cuatro quesos (una bomba) y una cerveja y me senté en una mesa a escudriñar a los transeúntes. Sabía que un amigo de mi padre debía estar en ese momento en Arembepe, pero había demasiada gente en la calle... En un momento lo vi aparecer entre la multitud y le grité. Nos abrazamos y nos dijimos "¡mirá dónde te vengo a encontrar, boludo!". Inconscientemente, nuestros caminos se cruzaban a más de 3000 kilómetros de casa...

Manucho me contó que había visitado Arembepe en 1989, y que el cambio era monstruoso. "En esa época todos los caminos eran de tierra, apenas si había luz eléctrica..." me contó. En su semblante se percibía cierta nostalgia por ese pasado enterrado bajo las suelas de la modernidad.

Al otro día repetí más o menos la misma rutina: coqueros, sombra, playa, arena, olas, brisa, cielo. Una despedida de Brasil a puro acarajé y playa relativamente solitaria. Concentré mis energías en sentir el océano abrazando mi cuerpo por última vez hasta quién sabía cuándo...


MINI EPÍLOGO INTERCONTINENTAL

Más tarde, en el aeropuerto de Salvador de Bahía, estaba tocando el violín y un muchacho me tiró un puñado importante de monedas de varios tamaños diferentes. Eran euros, 6 en total. El viaje, ¿es siempre el mismo?

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