Al mediodía dimos inicio al viaje, que se dividía en tres partes: Colonia -> Montevideo / Interludio montevideano / Montevideo -> La Paloma.
En el primer tramo me tocó sentarme junto a una señora que manifestó, tal vez sin proponérselo de manera conciente, cierto orgullo por ser su país el destino veraniego elegido por varios famosos argentinos, muchos de los cuales son portadores de nombres irreproducibles ligados a la superficialidad extrema, al vaciamiento intelectual, a dictaduras militares, a la expropiación de tierras indígenas, etc. En Uruguay el consumo de las nimiedades relativas a la farándula argentina están a la orden del día.
La ruta que se deslizaba a nuestro paso, el acto mismo del movimiento, era una invitación al futuro. Sea en avión, en barco o en un camión de basura, el hecho de viajar siempre me despierta esa adrenalínica sensación de incertidumbre.
Teníamos un trasbordo de dos horas en la capital uruguaya. Eran las cuatro de la tarde y no habíamos almorzado. Salimos de la terminal de ómnibus para ver qué nos deparaba el destino y nos topamos con la rambla, calle peatonal plagada de comercios y gente.
Los precios de las comidas (UR$300, casi 13 dólares, un plato de ravioles) echaron por tierra todo intento inicial de almuerzo callejero. Propuse desenfundar nuestros instrumentos para averiguar si éramos capaces de ganarnos el pan en ese contexto de precios desorbitantes. En principio Ary se mostró dudoso debido a la presencia inquietante de unos locos que tomaban cerveza en la plaza, pero a Foppi le gustó la idea y finalmente triunfó la homeostasis.
Comenzamos a tocar y los vagos de la plaza, junto a los artesanos que parchaban en la rambla, fueron nuestro público principal. Los transeúntes, por su parte, no tenían tiempo de detenerse a escucharnos. El acelerado ritmo capitalino montevideano era una lembranza de la todavía demasiado cercana Buenos Aires, lo que me generaba una necesidad casi fisiológica de escape.
La interpretación que particularmente despertó más entusiasmo entre nuestros escuchas fue la de Motorpsico, clásico ricotero que nos proporcionó un buen puñado de sonrisas amigables y pulgares arriba, además de algunos pesos argentinos. (
Uno de los dispensadores de esa buena onda ricotera fue Javi, artesano, quien nos contó que había vivido varios años en Buenos Aires antes de regresar a su Montevideo natal.
Nos pusimos a charlar, le pregunté dónde podíamos conseguir artículos alimenticios a un precio más accesible que el expuesto en los comercios cercanos y mencionó una panadería donde vendían comida preparada. Fuimos a ella para abastecernos utilizando el -relativamente escaso- dinero recaudado en la presentación ramblera y nos hicimos de varias porciones de figaza, pascualina y croquetas de arroz. Mientras regresábamos a la terminal de ómnibus saludamos a la pasada a Javi, que estaba escoltando su manto de artesanías como un centinela. Respondió a nuestro saludo con un "¡vamo arriba, gurises!", uruguayísima exclamación que trasunta optimismo y compañerismo.
El vamo arriba, que en Argentina puede ser -mal-interpretado como una propuesta indecente (tal y como le ocurrió en alguna ocasión a Ary, según nos relatara) es como un empuje, una fuerza. Quien te lo dice te invita a levantarte, te recuerda que la vida está arriba, de pie, y no de rodillas. El vamo arriba es una mirada positiva del devenir. Y, además, dicha en plural. Vamo' (así, sin s), que si te caés yo te levanto (y viceversa).
Por sobre la posibilidad de pasar año nuevo en casa de un conocido en Montevideo habían triunfado las ansias de destinos de menos gris y más cielo.
A las seis de la tarde nos encontrábamos rodando camino a La Paloma.
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